Los días se acortan, extrañamente las temperaturas son aún demasiado calurosas, los gruidos de unas grullas en formación me recuerdan que el otoño ya está aquí, mientras que el olor a humedad invade mis pulmones mientras avanzo por los rastrojos de la meseta castellana en las primeras horas de la mañana. Las heladas no hicieron acto de aparición aún, pero se presienten ya cercanas. Un pequeño bando de lúganos, ya de regreso de Centroeuropa, abandonan sobresaltados el nogal de la huerta cuando la mano se acerca y los perros se alertan. La liebre saltó en el ribazo del estanque de riego y comienza de nuevo el juego de la vida y la muerte, tan antiguo como el mundo. Los nervios afloran en la cuadrilla. ¿Correrá bien la cachorra nueva, esa negra acorbatada que recuerda a su abuela? ¿O la barcina vieja volverá a ser la mejor de la partida como en las dos temporadas anteriores? El campo dictará sentencia.
La collera se aleja rauda en pos de la rabona, que busca desesperadamente el perdedero de un incipiente pinar situado junto al camino de concentración. La liebre es valiente y la collera codiciosa. El espectáculo está servido. Algún alcance, la cachorra cintea y le responde la vieja, mientras a lo lejos oyen los gritos de ánimo de sus dueños. De repente, la rabona desaparece, las perras se desconciertan. Se esfumó. De la nada aparece otra vez esa endiablada bola de pelo que no se deja atrapar. A contraquerencia se aplastó y ahora, con varios metros de ventaja, demasiados, se distancia de sus perseguidores que ya reaccionaron y arquean explosivamente sus estilizados cuerpos para alcanzar velocidad. La vieja tomó ventaja, mientras la cachorra alcanza su rebufo sin poderle adelantar. Un cinteo en la entrada del pinar fue la única oportunidad para poder matar la liebre que, entre los árboles, burla a las galgas. Ganó la vida, perdió la muerte. Ahora llegarán las discusiones sobre qué perra fue mejor, pero otros dos galgos ya están en traílla y todo vuelve a empezar.
Todavía somos muchos los que nos emocionamos con estampas otoñales del inicio de esta temporada, marcada por la escasez de las liebres, y defendemos el galgo como un mundo apasionante y de respeto con las leyes de la naturaleza. Por eso, digo alto y claro que estoy orgulloso de ser galguero y nada ni nadie me podrá quitar las sensaciones vividas como galguero, que también me formaron como persona. ¡Orgulloso de ser galguero!
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